Pérdida y desperdicio de alimentos: un daño silencioso para el ambiente, la salud y la equidad

María Rosa Smith

María Rosa Smith
Ambientalista, farmacéutica, Magíster en Salud Pública, Investigadora asociada MS GCABA, Especialista en Farmacia Sanitaria y Legal, Jefa División Farmacia HGAET.


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En el mundo se produce suficiente comida para alimentar a todos sus habitantes, y aun así, en 2024, entre 638.000.000 y 720.000.000 de personas padecieron hambre, una cifra que representa entre el 7,8 % y el 8,8 % de la población mundial.[1].
Este dato tan duro y crudo revela un profundo desequilibrio en los sistemas alimentarios globales, donde la pérdida y el desperdicio de alimentos representan no solo una ineficiencia estructural, sino una evidencia concreta de injusticia ambiental y social. Esta realidad se vincula con el hecho de que el modo en que producimos, consumimos y descartamos alimentos impacta directamente sobre los ecosistemas y la biodiversidad, comprometiendo los equilibrios ecológicos que sostienen la salud del planeta y de todas las formas de vida. Reducir la pérdida y el desperdicio de alimentos es una estrategia urgente y esencial para transformar los sistemas alimentarios, garantizar el derecho a la alimentación, mitigar el cambio climático y conservar los recursos naturales.

Injusticia alimentaria en un mundo desigual

La inseguridad alimentaria no se limita al hambre extrema visible, sino que abarca formas menos evidentes pero igualmente alarmantes de privación: la ingesta insuficiente de calorías o nutrientes, las estrategias de sobrevivencia alimentaria (como saltarse comidas o reducir porciones) y la constante preocupación por no poder acceder a una comida adecuada. Este fenómeno afecta tanto a países de bajos ingresos como a regiones con altos índices de producción y consumo, y constituye una de las expresiones más crudas de la desigualdad estructural global.
Aunque la disponibilidad global de alimentos es suficiente, la distribución desigual y las barreras de acceso dejan a millones de personas excluidas del derecho a una alimentación adecuada. Esta contradicción revela que el hambre no es consecuencia de escasez, sino de un modelo alimentario injusto, ineficiente y concentrado. Según datos de la FAO, en 2023, más de 2.300 millones de personas —casi un tercio de la población mundial— experimentaron inseguridad alimentaria moderada o grave [2].
En este escenario, la injusticia alimentaria se manifiesta en una cruda paradoja: mientras se desperdician 1.300 millones de toneladas de alimentos al año —un tercio de la producción mundial— millones de personas no logran cubrir sus necesidades nutricionales básicas [3]. Grandes cantidades de comida en perfecto estado se desechan diariamente, al mismo tiempo que crecen los índices de malnutrición, obesidad por dietas de mala calidad y enfermedades asociadas a la pobreza alimentaria.
Desperdiciar alimentos en un mundo con hambre es el síntoma de un sistema roto: un sistema diseñado para el excedente, el consumo desmedido y el descarte, más que para el cuidado de los recursos y la equidad social. La justicia alimentaria, entonces, no puede reducirse al acceso; también exige respeto por el alimento como bien común, producido con esfuerzo humano y recursos naturales que no deberían ser tratados como desechables.
Desde esta perspectiva, el desperdicio de alimentos adquiere una dimensión ética ineludible. Combatir la pérdida y el desperdicio no solo mejora la eficiencia del sistema alimentario, sino que representa un acto de responsabilidad colectiva, orientado a garantizar el derecho humano a la alimentación, a reducir las brechas sociales y a proteger la base ecológica que sostiene la vida.

Del campo al plato… y a la basura: el costo oculto de los alimentos que no se consumen

Cuando hablamos de alimentos que se pierden o desperdician, no solo nos referimos a sobras en un plato o frutas estropeadas en una góndola. Se trata de una falla sistémica que recorre toda la cadena agroalimentaria, desde la cosecha hasta el consumo final, con impactos ambientales, sanitarios, económicos y éticos de gran magnitud.
La pérdida de alimentos se produce en las etapas iniciales de la cadena: durante la cosecha, el almacenamiento, el transporte y la primera transformación. Se asocia a fallas técnicas, logísticas o de infraestructura, y afecta con mayor fuerza a países de ingresos bajos y medios, donde los sistemas de distribución son más frágiles.
Por otro lado, el desperdicio de alimentos ocurre en las etapas finales de la cadena: en la venta minorista, los servicios de alimentación y los hogares. Aquí, las causas están más ligadas al comportamiento humano, a criterios estéticos de comercialización, fechas de vencimiento confusas o hábitos de consumo que fomentan el descarte.
Según estimaciones recientes, el 13,3 % del total de alimentos producidos en el mundo se pierde entre la cosecha y la venta minorista, mientras que el 19 % se desperdicia en los hogares, restaurantes y otros servicios [4]. En conjunto, esto implica que un tercio de los alimentos producidos a nivel mundial no llega a ser consumido, mientras millones de personas padecen hambre y malnutrición.

Mucho más que comida desperdiciada, un fracaso ambiental

Cada alimento que se tira implica mucho más que una comida desaprovechada. Representa también un uso previo de recursos naturales: tierras cultivadas, agua extraída, energía utilizada, emisiones liberadas y trabajo humano invertido.
El sistema alimentario global es el principal impulsor de la pérdida de biodiversidad. La agricultura ha sido identificada como una amenaza para 24.000 de las 28.000 (86 %) especies en riesgo de extinción, y la tasa de extinción actual es la más alta de los últimos 10 millones de años. En las últimas décadas, nuestros sistemas alimentarios han seguido el paradigma de producir más alimentos a menor costo mediante el aumento del uso de insumos como fertilizantes, pesticidas, energía, tierra y agua.[5] La agricultura industrial, que abastece gran parte de los sistemas alimentarios globales, está entre las principales causas de deforestación, pérdida de hábitats y contaminación del agua y el suelo. Ocupa el equivalente al 30% de las tierras agrícolas del mundo y está íntimamente ligada a la expansión de la frontera agropecuaria, una de las principales causas de pérdida de biodiversidad y degradación de ecosistemas. Se estima que los  sistemas alimentarios contribuyen con un tercio de las emisiones antropogénicas de gases de efecto invernadero , y solo el desperdicio de alimentos supone entre un 8 y un 10 por ciento aproximadamente [6]. El daño no termina allí. Los alimentos que no se consumen suelen terminar en vertederos, donde emiten metano, un gas de efecto invernadero al menos 25 veces más potente que el dióxido de carbono. En lugar de alimentar personas, esos alimentos devenidos en residuos contribuyen al calentamiento global. Si  la pérdida y el desperdicio de alimentos fueran un país, sería el tercer mayor emisor de gases de efecto invernadero del planeta, después de China y Estados Unidos.

Gestión hospitalaria de alimentos: desafíos y oportunidades

Las instituciones de salud funcionan como organizaciones donde interactúan y se entrelazan dimensiones sanitarias, económicas, sociales y ambientales. Su rol en la atención integral de la salud las convierte en actores clave en la garantía de derechos, especialmente para las poblaciones más vulnerables.
En términos económicos y operativos, los hospitales funcionan como estructuras de gran escala que movilizan capital humano, insumos, equipamiento y tecnología, al tiempo que transforman materia y energía para garantizar el funcionamiento integral de sus prestaciones. Desde una perspectiva ambiental, esta dinámica se traduce en un flujo constante de materiales, consumo energético y generación de residuos.
Dentro de esta lógica institucional, la alimentación de pacientes y trabajadores ocupa un lugar central: articula necesidades sanitarias, decisiones de gestión, vínculos simbólicos con el cuidado y efectos ambientales concretos. Los alimentos —su selección, preparación, distribución y descarte— integran el flujo material del hospital. Pero también son portadores de sentido: expresan vínculos con el cuidado, decisiones de gestión y valores culturales. Su desperdicio no solo implica una pérdida de recursos, sino también una oportunidad con implicancias éticas, culturales y ambientales significativas para reflexionar sobre prácticas institucionales más sustentables.
Qué se cocina, cómo se sirve, cuánto se desperdicia… no está determinado únicamente por la lógica operativa de la actividad hospitalaria. También intervienen hábitos, prácticas y valores culturales, decisiones institucionales e incluso la propia intensidad de la tarea asistencial. Las urgencias, el cuidado de personas en situación de enfermedad y las exigencias de un sistema que funciona bajo presión dejan poco margen para detenerse a pensar en el destino de los alimentos.
Este entramado donde confluyen factores estructurales y culturales condiciona la forma en que hablamos y entendemos la pérdida y desperdicio de alimentos en el equipo de salud. Reflexionar sobre los sentidos que se construyen en torno a los alimentos dentro del ámbito hospitalario requiere incorporar una perspectiva comunicacional crítica. Para ello, es necesario generar tiempos y espacios de diálogo y construcción compartida, que permitan atender a los valores, creencias, hábitos, roles institucionales y lógicas de funcionamiento que configuran la relación del equipo de salud con los alimentos, así como identificar tensiones, naturalizaciones o contradicciones en esas prácticas.

Una salud, un ambiente, una responsabilidad

El enfoque Una Salud, impulsado por la Organización Mundial de la Salud, propone una mirada integrada que vincula salud humana, salud ambiental y salud animal. Desde esta perspectiva, la pérdida y el desperdicio de alimentos no es cuestión menor: son una amenaza para la salud planetaria y, por lo tanto, para nuestra salud.
Reducir el desperdicio implica repensar nuestras relaciones con la comida, con la naturaleza y entre nosotros. Supone reconocer que cada decisión cotidiana tiene efectos en cadena, y que construir un sistema más justo y sostenible es también un acto de salud pública.

Hambre de cambio: revalorizar, replantear, reducir

El problema de la pérdida y el desperdicio de alimentos es un fenómeno complejo y multisectorial, que atraviesa todas las etapas del sistema alimentario: desde la producción y la distribución hasta el consumo, incluyendo también la gestión institucional y las prácticas individuales. Por eso, las soluciones no pueden ser parciales ni aisladas: deben ser integrales, colaborativas y sostenidas en el tiempo. Afrontarlo requiere tanto políticas públicas transformadoras y marcos normativos eficaces, como acciones cotidianas por parte de las personas consumidoras, quienes desempeñan un rol fundamental.
Cada decisión cuenta. Lo que hacemos a diario —cómo planificamos las compras, almacenamos, cocinamos, servimos y descartamos los alimentos— tiene un impacto real. Asumir compromisos individuales forma parte de una respuesta más amplia, tal como lo plantea la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible, particularmente en su meta 12.3, que aspira a “reducir a la mitad el desperdicio de alimentos per cápita mundial en la venta al por menor y a nivel de los consumidores y reducir las pérdidas de alimentos en las cadenas de producción y suministro, incluidas las pérdidas posteriores a la cosecha. [7]

¿Qué podemos hacer?

Quienes trabajamos en el sistema de salud no solo cuidamos la vida desde lo clínico. También habitamos, gestionamos y compartimos alimentos en nuestra práctica cotidiana. Por eso, ocupamos un lugar clave para promover transformaciones urgentes en un sistema alimentario atravesado por el desperdicio y la desigualdad.
Desde este rol estratégico, podemos intervenir en distintos niveles:
Como personal de la salud, actuar desde lo institucional
  • Promover prácticas institucionales conscientes y flexibles
  • “La reducción de pérdidas en el consumo institucional requiere capacitación, diseño inteligente del menú y coordinación operativa para evitar el desperdicio” [8]. En hospitales, escuelas, comedores y otras instituciones, el diseño del menú, la formación del personal y la comunicación entre áreas tienen un impacto determinante. Flexibilizar los criterios de descarte, ajustar las raciones, prevenir errores de planificación y escuchar a quienes cocinan y sirven son estrategias tan simples como eficaces. Se trata de adaptar los marcos de gestión de alimentos a las realidades de cada entorno institucional, promoviendo entornos colaborativos que permitan reducir el desperdicio sin comprometer la calidad del servicio.
  • Construir cultura alimentaria en clave de salud y sostenibilidad.
  • La cocina hospitalaria no sólo alimenta, también educa. Transformar la relación con los alimentos implica reconocer su valor nutricional, ambiental y social, y actuar en consecuencia.
Como agentes de cambio,
  • Exigir políticas públicas integrales:  El desperdicio se produce en toda la cadena: producción, distribución, comercialización y consumo. Se necesitan leyes, incentivos a donaciones, infraestructura adecuada y marcos normativos claros.
  • Educar y sensibilizar en todos los ámbitos, para una cultura alimentaria ética, sostenible y solidaria: Transformar nuestra relación con los alimentos no es solo una tarea técnica, sino profundamente cultural. Por eso, la educación es clave. Hablar del valor de la comida en las escuelas, los medios, los barrios y los hospitales contribuye a cambiar las percepciones sociales y construir otra mirada: una que reconozca la interdependencia entre salud, ambiente y equidad.
Como consumidores,
  • Revalorizar el alimento como recurso:  Cada alimento representa tierra, agua, energía y trabajo humano. No es un descarte: es un bien común. Asumir su verdadero valor es el primer paso para transformar nuestra relación con la comida y actuar con responsabilidad ambiental y social.
  • Planificar la compra, el almacenamiento y el consumo:  Pensar el menú, hacer una lista realista, organizar la heladera y la alacena, aprovechar las sobras y respetar los tiempos de conservación ayuda a reducir significativamente lo que termina en la basura.
  • Cocinar lo justo:  Conocer los hábitos del hogar y servir porciones acordes evita excesos innecesarios. Cocinar de más solo tiene sentido si se prevé reutilizar lo que sobra.
  • Rotar los alimentos:  Colocar al frente lo más próximo a vencer y lo más nuevo atrás, tanto en la heladera como en la despensa, para evitar pérdidas por olvido o vencimiento.
  • Llevar lo que no se consumió:  En restaurantes o comedores, todo lo que queda en el plato debe ser descartado por norma sanitaria. Por eso, pedir para llevar lo que no se consumió no solo es una acción sencilla, sino también una forma concreta de evitar el desperdicio y revalorizar lo servido. También se puede pedir porciones más pequeñas, compartir platos o ajustar lo que se ordena según el propio apetito, anticipándose a ese descarte innecesario.
  • Separar y compostar:  Separar los residuos permite tomar conciencia de cuánto se desperdicia. Cuando no se puede evitar, compostar los restos orgánicos reduce los residuos por hogar, convirtiéndolos en abono útil para huertas o jardines.

Lo que no comemos, lo perdemos.

Perdemos agua, suelo, biodiversidad, trabajo, energía, justicia y futuro.
Pero también podemos recuperar: el sentido del alimento como bien común, la responsabilidad colectiva y la oportunidad de actuar desde cada espacio.

Referencias bibliográficas